Las palabras
La forma de terapia de mi padre no era la escritura.
Un Santo a la deriva no escribe: habla. La gente se
reunía alrededor de mi padre para escucharlo. En
clase, era insuperable. Toda la riqueza que no
tienen sus escritos (residuos del habla prolijamente
redactados) la tenían sus clases. Su pensamiento y
su modo de hablar formaban una unidad dinámica,
seductora, generosa. De la frase iluminada pasaba
al chiste tan oportuno como imprevisto; de la
densidad de un desarrollo de la teoría pasaba a lo
concreto, haciéndole sentir a cada uno de los que
estaban presentes que el conocimiento es posible,
que todo aprendizaje es un tránsito vital, una
iniciación.
Salvo en la adolescencia, cuando compuso algunos
poemas en francés, a mi padre nunca le interesó
escribir. No tenía ninguna pasión por la escritura.
Los mediocres de siempre atribuían a la dispersión,
a una vida irregular, desordenada, esa falta de
interés. No es la explicación correcta. Cuando se
decide a reunir en dos volúmenes sus distintos
artículos y conferencias (Del psicoanálisis a la
psicología social, 1971), lo hace, ante todo, para
dejar un testimonio, una herencia escrita. Pero su
pasión estaba en la palabra dicha, en la palabra
compartida con el discípulo. Le gustaba comparar
su actitud con la de Sócrates. Su pasión, su vía de
escape, era la enseñanza, el continuo aprendizaje,
con y desde sus alumnos y pacientes. Pensar y
curar, decir e interpretar formaban una misma
textura de palabras y gestos. Eran su terapia para
enfrentar el terror pánico inherente a la situación
humana. Una terapia activa y transformadora, su
remedio de médico de pueblo para la locura y la
melancolía.
Durante los viajes, en las vacaciones y en los fines
de semana largos, solía contarnos, a mis hermanos
y a mí, sus relatos de infancia. Lo primero que me
deslumbraba era la proximidad de los indios y de
los animales. Un chancho salvaje le había mordido
una oreja y para él esa herida era un motivo de
orgullo. También me fascinaba su pasaje de la nieve
al follaje de la selva. Lo imaginaba en un trineo en
las calles nevadas de Ginebra y luego tenía la
imagen de ese trineo, inútil, en un rincón de la casa
paterna en el Chaco. Otro relato me impresionaba
especialmente: una manga de langostas arrasando
con la cosecha de algodón y con todo, mientras el
abuelo, en el momento de desaparecer el techo de
paja de la casa, exclama: ”¡Qué hermoso, qué azul
es este cielo!”.
La historia que a mi padre más le divertía contar era
la de un hombre, un político importante de la zona,
que iba por las islas buscando el eco. Gritaba:
”¡Eco! ¡Eco! ¡Eco!”, y aguardaba la reverberación
del sonido. Un día, mi padre y sus amigos se
subieron a los árboles de una de las islas y
esperaron a este hombre. Cuando él comenzó a
buscar el eco con sus gritos, le respondieron:
”¡La
puta que te parió!” .
Marcelo Pichon Rlvière
(Fragmentos de una nota publicada
en la revista Uno Mismo)
puta que te parió!” .
Marcelo Pichon Rlvière
(Fragmentos de una nota publicada
en la revista Uno Mismo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario