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jueves, 27 de mayo de 2010


Las drogas y la dependencia Los “factores de riesgo” de las adicciones y las disfunciones familiares que pueden ser consideradas facilitadoras. La
importancia de los límites. Errores y aciertos de los abordajes
terapéuticos. *Por *Hugo Mayer *


*La dependencia de las drogas encubre, pero también delata, una dependencia
afectiva de la primera infancia que no quedó superada*. Es una dependencia
que por variadas razones no se pudo elaborar con la madre, primero, con el
padre o con ambos, después. Los padres son fuentes de amor, pero también
agentes de sostén, educación y socialización. Las pautas y valores que
transmiten así como los modelos que brindan deben servir al hijo para
adaptarse creativamente a la sociedad. Si ellos no cumplen adecuadamente con
esas funciones esenciales, porque no pueden, no quieren o no saben, la
dependencia infantil inelaborada tiende a exagerarse o a repetirse en forma
indefinida como modalidad de expresión, pero, además, como reclamo, desafío
y venganza por lo que les faltó.

Rechazan la autoridad de los padres y demás educadores tanto como las normas
sugeridas por ellos, tendiendo a subordinarlas a los caprichos de su
narcisismo personal, como lo ilustran tantos niños problemáticos con
diferentes trastornos de conducta. Cuando cruzan el umbral de la
adolescencia, esos niños tendrán una especial proclividad a sumarse a
“bandas” de jóvenes transgresores, que invitan a olvidar la singularidad,
consumir abusivamente cerveza y marihuana como rito iniciático, a cambio de
un lugar de pertenencia en una masa anónima. Desde ese lugar de
transgresión, de desafío, de soledad grupal, buscarán diferentes caminos
químicos para estrechar su conciencia, hundirse en un momentáneo baño de
omnipotencia y expresar su inconformismo de un modo exhibicionista y, muchas
veces, violento.

Importaré del pensamiento médico un concepto que puede ser operativo a la
hora de pensar la etiología y la prevención de las drogodependencias; me
refiero al de factor de riesgo. Este nos releva de hablar de causas. Cuando
preguntamos a los cardiólogos sobre las causas de determinadas patologías,
como por ejemplo del infarto, preferirán hablar de factores de riesgo y
mencionarán la edad, el tabaco, la alimentación, el sedentarismo y el nivel
de estrés, entre otros. Del mismo modo, cuando pensemos en las posibilidades
que tiene un niño de padecer enfermedades adictivas, puede resultar de gran
utilidad tener en cuenta los factores de riesgo que lo acechan.

¿Cuales son las principales perturbaciones o disfunciones familiares que
pueden ser consideradas facilitadoras y, por ende, factores de riesgo de
adicciones en los hijos? Mencionemos las principales y más comunes.

1. Hogares incontinentes por no poner límites adecuados: abandono,
sobreprotección, autoritarismo o intrusividad parental, desavenencias y
desacreditaciones permanentes en la pareja, dobles mensajes, padres
extremistas, demasiado permisivos o muy intolerantes.

2. Alianza cómplice de uno de los padres con el hijo a expensas de la
exclusión y descalificación del otro miembro, a menudo con inversión de los
roles. Esta inversión adopta diversas formas que van desde dar al hijo el
lugar de padre o madre mientras se trata al cónyuge como un niño, hasta
pretender negar la distancia intergeneracional comportándose los padres como
adolescentes que compiten o se alían con el hijo como si fuera un par.

3. Pasaje intempestivo de una actitud sobreprotectora a una expulsiva, según
cumpla o no con las expectativas ideales.

4. Gran distancia física, afectiva y comunicativa acompañada, por lo
general, de negación de los problemas y las dificultades reales del hijo.

5. Padres que frente a los hijos tienden a conceder siempre o a frustrarlos
sistemáticamente, sin alternar con un criterio realista las gratificaciones
que procuran y las frustraciones que imponen.

6. Comunicación de cosas insignificantes o inapropiadas con ocultamiento de
otras esenciales: abortos, adopción, secretos familiares, etcétera.

7. Situaciones de duelo (mudanzas, separaciones, muertes, etcétera) ante las
cuales no se promueve su elaboración; se intentan “tapar” de diversas
maneras, por ejemplo, con regalos, viajes, etcétera

8. Malos modelos de los padres: adicciones o dependencias patológicas,
actitudes o acciones deshonestas, perversas o delictivas.

9. Hijos únicos sobreprotegidos y aislados de sus pares o hermanos menores
con mucha diferencia de edad.

10. El modelo consumista como modalidad que encubre las faltas y pérdidas
afectivas en lugar de un procesamiento que permita su elaboración.

11. Exitismo imperativo, por el cual los hijos pueden ser empujados por la
familia a actuar según expectativas de triunfo, dinero y prestigio social
sin reparar en sus deseos y talentos personales o en la capacitación
necesaria. Se los educa, con intención o sin ella, en función de una
equiparación entre ser y tener –éxito o poder–, de manera que el hijo puede
presentir que perderá toda valoración familiar si no se es exitoso social o
económicamente.

12. Prolongar innecesariamente una dependencia de los padres cuando estos
deberían dar un paso al costado y promover la partida del hogar.

*Límites que favorecen o dificultan el crecimiento.* Los padres que malcrían
a sus hijos deberían prever que generan seres inmaduros, incapaces de
defenderse. Aunque crezcan físicamente, quedarán como niños, incapacitados
para usar su musculatura o su pensamiento para adaptarse a la realidad y
valerse por sí mismos. Permanecerán como seres dependientes y temerosos,
necesitados de un objeto todopoderoso –como imaginan a sus padres en la
infancia– que venga a protegerlos, porque ellos no han aprendido a hacerlo
por su cuenta.

Los padres deben ser advertidos a tiempo sobre los peligros de malcriar a
sus hijos. De estos peligros, el mayor quizá sea que los hijos no crezcan
afectivamente y permanezcan aferrados a las polleras maternas, incapacitados
de utilizar sus piernas para tomar distancia de sus padres, su fuerza para
trabajar o sus ideas para elaborar un proyecto transformador del mundo en el
sentido que le reclaman sus deseos. Los niños malcriados, dependientes e
incapaces de valerse por sí mismos son los más predispuestos a encaminarse
hacia las adicciones. Es usual ver personas adictas ya grandes, mayores de
veinticinco o treinta años, que aún viven con sus padres y que, si trabajan,
no se sienten con obligación de aportar ni un peso a los fondos de la
familia.

Imagino que algunos padres pueden necesitar más precisiones sobre límites
constructivos, que favorecen el crecimiento, y de los que lo detienen o
dificultan. ¿Cuáles son los límites benéficos y cuáles los dañinos?, ¿cuáles
son sus fronteras?, se preguntarán.

Sus indicaciones son muy personales y variables según las situaciones, pero
resumiré algunos criterios que pueden servir como orientadores y
disparadores de una reflexión creativa respecto de ellos.

De un modo genérico, puede decirse que los límites constructivos son los que
protegen, ordenan, sirven a la organización y disciplina, promueven el
crecimiento afectivo de los hijos e incrementan su seguridad, su autoestima
y el sentimiento de gratitud por las cosas buenas que se le ofrecen. Importa
que los padres los pongan con firmeza y congruencia, pero además con
flexibilidad y compromiso afectivo. Así, por ejemplo, podrán considerarse
límites benéficos los que protegen al hijo de una situación de riesgo
evidente. Para transmitirlos con eficiencia, será necesario explicar con
paciencia y fundamentos los motivos de una negativa, utilizando imágenes y
palabras que los pequeños puedan entender. *En ciertas oportunidades, con
todo, no se puede esperar a que comprendan*. Oponerse a que los hijos
adquieran un arma puede ser un modo de expresarles amor, aunque tal actitud
sea condenada por ellos en el momento.

Los padres deben poner los límites apropiados a sus hijos de acuerdo con un
criterio de realidad que los proteja y, una vez que los han puesto,
sostenerlos con firmeza; esa es una forma de contribuir a elevar su
capacidad de adaptación e integración al orden cultural. Repasemos algunos
parámetros más específicos.

1. Es fundamental educar desalentando el consumo de sustancias psicoactivas
tanto como transmitir desaprobación hacia quienes las consumen. Tal
desaprobación debe ser extensiva a los que se pliegan al culto que exalta
los objetos, prácticas o músicas apologéticas del consumo de drogas.

2. Es conveniente fundamentar las normas que fijan los límites acordados por
la pareja de padres, anticipando las sanciones que se aplicarán por las
transgresiones, el tiempo que durarán y su finalidad. Y deberán respetarse
por los padres antes que nadie. En las sanciones, y en su cumplimiento, es
tan esencial ser firme como razonable.

3. Sancionar las transgresiones, la desautorización de los padres y las
actitudes deshonestas, procurando que las medidas sean justas,
proporcionadas y oportunas.

4. No permitir que se inviertan los horarios ni que se segreguen de la
dinámica familiar en los momentos de reunión y comunicación, en especial
durante las principales comidas.

5. Los límites deben ser aplicados con coherencia y continuidad en los más
diversos ámbitos: en la dimensión espacial, temporal, vincular, moral,
etcétera.

En cambio, los límites contraproducentes son los que desencadenan
sentimientos de intensa rebelión, desaliento o culpa, interfiriendo el
desarrollo emocional de los hijos por ser inapropiados en contenido, forma u
oportunidad. En términos muy generales, puede considerarse que la puesta de
límites despertará efectos indeseados en situaciones como las siguientes:

1. Cuando son injustos o desproporcionados.

2. Cuando responden a una comodidad de los padres más que a lo que es sano
para los hijos.

3. Cuando son inconstantes y/o contradictorios, variando más con los estados
anímicos de los progenitores que con lo que requieren las situaciones
concretas.

4. Cuando son siempre frustrantes, sin tener en cuenta que es necesario
administrar con equilibrio las gratificaciones que se permiten y las
frustraciones que se imponen.

5. Cuando son fruto de padres que no se ponen límites a ellos mismos.

Abordajes terapéuticos. ¿Qué hacemos los psicoanalistas cuando nos
encontramos hoy en nuestros consultorios con casos de drogadicción, cosa que
es cada vez más frecuente? Mi impresión es que se oscila entre dos actitudes
extremas.

Una es la que adoptan quienes toman en tratamiento al designado como
paciente, aunque el individuo sea traído por su familia y no vivencie como
enfermedad su práctica adictiva, y, con ciertas variantes, hacen lo posible
por analizarlo como si se tratara de un neurótico corriente. Confían en que
el trabajo analítico será suficiente para hacer desaparecer diversas
manifestaciones sintomáticas entre las que ubican el comportamiento
adictivo. Los analistas que adoptan esta actitud suelen tener muchos más
fracasos que éxitos y estos quedan limitados a los pocos casos en los que
hay conciencia de enfermedad, egodistonía y demanda genuina de tratamiento
por parte del adicto.

Otros, más cautelosos, lo derivan, pues consideran que, salvo contadas
excepciones, no cumplen con las condiciones mínimas de analizabilidad,
partiendo de la ausencia de una demanda auténtica de tratamiento.

Una tercera alternativa, la mejor desde mi punto de vista, es impulsar un
tratamiento conjunto, individual y con un equipo especializado, que operen
en estrecha comunicación, donde se trabaje de modo complementario en la
dimensión transferencial puesta en juego con el terapeuta tanto como en la
que se despliega en los grupos de pares, en las relaciones familiares, con
allegados, etcétera, que se aprovechan para ir tejiendo una red continente,
de cuidado y de estímulo para su proceso terapéutico.

Lo más común es que, cuando la familia impone un tratamiento específico, la
presión y el estímulo, que de hecho se ejercen desde diversos ángulos,
ayudan notablemente a alcanzar la abstinencia y a mantenerla, permiten la
rápida detección de recaídas con posibilidades de trabajar sobre ellas,
contribuyen al desarrollo progresivo de conciencia de enfermedad y a una
notoria dinamización del espacio psicoterapéutico individual. Pero cuando
toda la respuesta terapéutica se reduce a una terapia individual, lo
habitual es que la adicción siga creciendo en las sombras, alimentando
ocultamientos y resistencias de diversos tipos que desvitalizan la
aplicación del método terapéutico, desembocando al fin en una frustración
mutua. En semejantes circunstancias, es bastante común que lo silenciado de
la adicción lleve al abandono de la terapia mucho antes que esta haga
desaparecer a aquella. Esta es una de las razones por las que tantos
analistas son renuentes a tomar en tratamiento a adictos; tienen razones
para desconfiar de que podrán soportar las frustraciones y esperas que un
psicoanálisis supone sin recurrir a la gratificación inmediata que promete
el uso de drogas.

Cuando pensamos en ciertos contrastes diferenciales entre las
manifestaciones del cuadro de la drogadicción y el de los síntomas
neuróticos –si bien no se excluyen pues son niveles diferentes que pueden
coexistir–, es necesario tener presente que estos se perciben y sufren en el
ámbito individual apareciendo allá donde la represión fracasa. En los
cuadros de drogadicción, en cambio, hay que reconocer antes que nada que,
además de una patología individual, expresan también y al mismo tiempo una
disfuncionalidad familiar y sociocultural. En el plano individual, lo que se
percibe es la tendencia a un descontrol progresivo y a actuar, como si
hubiera en ciertas áreas del psiquismo, más que un retorno de lo reprimido,
un efecto de desborde por un cierto déficit representacional para procesar
las situaciones de tensión psíquica. En este caso la actuación aparece en el
lugar de las palabras –o de los síntomas– como manifestación de lo no
procesado, y la familia es la primera en padecer sus efectos perturbadores.
A su vez, casi siempre es fácil apreciar cómo la drogadicción en los jóvenes
emerge como expresión y denuncia de un trastrocamiento familiar que reclama
un cambio sustancial, como actuación desesperada que convoca a una
intervención rectificadora. En ese sentido, creo que la adicción puede
considerarse, más que un síntoma individual, un equivalente del mismo en el
grupo familiar. Algo nos comunica sobre él, sobre su disfuncionalidad, y
descifrarlo debe ser una parte esencial de nuestra tarea terapéutica.

El problema para un abordaje exclusivamente psicoanalítico individual en
estos casos es que, a diferencia de los síntomas neuróticos, salvo las
excepciones antes comentadas, los adictos carecen de egodistonía. No
registran su necesidad compulsiva de consumo como una restricción yoica de
la que quieren liberarse, sino que tienden a minimizar o a negar su
dependencia tanto como los efectos perniciosos de las drogas sobre su salud
y sobre sus vínculos. Se aferran a ellas como una tabla salvadora, como algo
que los ayuda a escapar del sufrimiento, no importa por cuanto tiempo ni a
qué costo.

Algo que quisiera destacar, y a lo que muchos fracasos de terapias
individuales o institucionales pueden haber contribuido, es que hay todo un
mito sobre la escasa o nula recuperación de los adictos. No es un buen
reflejo de la realidad que yo percibo, al menos no refleja lo que pasa con
jóvenes que cuentan con moderada motivación, con una cierta red social en
donde reinsertarse y con un buen respaldo familiar.

Desde mi punto de vista, el futuro de los adictos en tratamiento depende, en
gran medida, de cómo se posicionen ellos frente al consumo de drogas –aunque
en los adolescentes más jóvenes no es esperable ninguna conciencia de
enfermedad y su tratamiento dependerá de la firmeza de sus padres para que
se interrumpa el uso tóxico–, pero también de cómo se posicione su familia,
de la adecuada evaluación e indicación terapéutica, y de idoneidad del
equipo tratante. Esto supone que hay que hacer una fina evaluación, caso por
caso, del adicto, de su grupo familiar, de su medio social y, por supuesto,
del equipo tratante elegido para llevar adelante el tratamiento, para
estimar un pronóstico. Una evaluación óptima debería ofrecer una visión de
las dimensiones operativa, psicodiagnóstica, psiquiátrica y familiar de
quien usa drogas, acompañada de una indicación terapéutica específica
fundamentada en ella y apropiada a cada caso. Esta podrá ser la derivación a
una comunidad terapéutica, a una clínica psiquiátrica para una internación
breve a los fines de una desintoxicación, a un tratamiento ambulatorio
institucional, sea en la modalidad de centro de día o por consultorios
externos o bien a una psicoterapia individual y familiar, con acompañamiento
operativo.

Es bueno aclarar también que no todas las instituciones dedicadas a la
rehabilitación son semejantes, puede haber mucha diferencia entre una y
otra. Hay instituciones profesionalizadas cuyos abordajes se centran en lo
grupal y lo familiar, excluyendo la psicoterapia individual. También están
las que trabajan casi exclusivamente a nivel de lo normativo, como tantos
grupos de autoayuda. Ellos conciben que lo esencial de un tratamiento apunta
a una reeducación emocional y conductual que lleve al abandono del uso de
drogas o de bebidas alcohólicas, sin interesarse en las sobredeterminaciones
que lo subyacen. En cambio, otras –en cuyo grupo me incluyo–, conciben el
trabajo institucional sobre lo normativo y sobre el logro de la abstinencia
como una etapa esencial, pero aspiran sobre todo a promover la toma de
conciencia y la elaboración psíquica de los conflictos que precipitaron e
incentivan el comportamiento adictivo. Para ello se hace necesario trabajar
de manera convergente, simultáneamente en la dimensión familiar, grupal e
individual, así como con los grupos de allegados que no usen drogas. Una vez
conseguidas ciertas metas a nivel individual, familiar y de rehabilitación
social, la institución debería tener la capacidad de correrse de lugar,
quedando, cada vez más, como respaldo implícito de la psicoterapia
individual y de las realizaciones sociales que han de continuarla.

*MÉDICO psiquiatra y psiconalista. Autor de “Drogas, hijos en peligro”, El
Ateneo.

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